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martes, 4 de marzo de 2014

Rabia, de Stephen King (Richard Bachman)

En el documental “Stephen King: Un resplandor en la oscuridad”, de 1998, el autor de Maine nos contaba que en la taquilla de uno de esos chicos que se lió a tiros en su instituto matando a compañeros y profesores por igual, encontraron un ejemplar de este libro, que precisamente trata sobre eso, un chaval que mata a su profesora y secuestra a sus compañeros de clase, así que ante la polémica causada decidió retirarlo del mercado. Saberlo me jodió bastante porque pensé que me iba a quedar sin leerlo, pero por suerte esa medida solo afectó a Estados Unidos, cuando entré en una librería de mi pueblo. Allí estaba, y no tardé ni un segundo en abalanzarme sobre él (esta mi primera vez fue con la edición roja de bolsillo de Plaza & Janés, luego, cuando me pillé la colección de Orbis-Fabbri, la del lomo dorado, lo vendí porque no me gusta tener los libros repetidos).

De los que King publicó bajo seudónimo (publicó 7, aunque los dos últimos ya hacía años que se sabía que él era Richard Bachman; lo hizo para seguir con la broma), el de “Rabia” es sin duda mi favorito, seguido muy de cerca de “Blaze”. Me encanta porque da rienda suelta al oscuro deseo de todo adolescente: volarle la cabeza al profesor que peor te cae. Yo tenía un profesor que era un auténtico cabrón, y en 4 años solo pude aprobar dos exámenes, y eso que yo era el típico chapón. Total de nada me sirvió. La de veces que me entraban ganas de rallarle el coche o romperle un faro. Ayy... Bueno, a lo que vamos.

No llega a decirse, pero está claro que Charles Decker tiene algún problema mental, esquizofrenia o algún tipo de psicosis, porque en ningún momento nos da una razón para hacer lo que hace, simplemente porque le sale de ahí. Lo que sí sabemos de Charlie es que hace un tiempo agredió a uno de sus profesores con una llave inglesa, enviándolo al hospital, y a él lo expulsaron y lo obligaron a ir al loquero, y también tuvo que vérselas con el cinturón de su padre, y cogió fama de loco en el instituto. Ahora, el director decide enviarlo a un centro especial, así que Charlie va a su taquilla, saca la pistola de su padre que hace un mes que lleva a clase, le vuela la cabeza a su profesora de álgebra y retiene a sus compañeros de clase a punto de pistola. Y mientras empieza a aparecer la policía y tanto el director y el psicólogo tratan de razonar con él y averiguar qué es lo que quiere, Charlie se dedica a hablar con sus compañeros para pasar el ratp, porque lo cierto es que en realidad no quiere nada; lo que ha hecho lo hizo porque le dio por ahí, y no tiene ni idea de cómo acabará todo esto. Para que mantengan la calma Charlie va hablándoles de su vida, sus padres, alguna anécdota de su infancia, etc, haciéndoles ver así su forma de ser, o bien intercediendo entre ellos cuando surge algún conflicto.

Lo más sorprendente del libro es que todos sus compañeros, menos uno, se ponen de su parte, y esto te da una sensación de surrealismo difícil de creer; aquí se lleva el Síndrome de Estocolmo a un nuevo nivel.
En algunas ocasiones no puedes evitar sentir cierta lástima por Charlie, ante las cosas por las que ha tenido que pasar, pero eso no es excusa para liarse a tiros ni retener a una veintena de personas. Charlie es un desquiciado y no hay más vueltas que darle. Y luego también está lo de Ted Jones, que me parece muy fuerte. Es verdad que no cae bien, pero no se merece lo que le pasa y tamoco tiene razón de ser. Quien sí se lo merece es el propio Charlie.
En resumen, un libro muy entretenido, muy ágil y que se lee enseguida. El próximo, “La larga marcha”.

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